ETA, Franquismo y Violencia de Estado

Hoy analizaré la trayectoria histórica y el marco ideológico de Euskadi Ta Askatuna (ETA) desde una perspectiva centrada en la interpretación de la organización y su entorno sociopolítico. El objetivo es exponer la lógica interna y los argumentos utilizados por dicho movimiento para explicar sus acciones, desde su fundación hasta su disolución. Así pues, os enseñaré la historia de Euskadi Ta Askatuna (ETA), una organización surgida durante la dictadura franquista. Veremos cómo, desde la perspectiva de la propia organización y su base social, la continuación de su actividad armada durante la transición democrática no se interpretó como una contradicción, sino como una consecuencia de un proceso que, según su análisis, no depuró las estructuras de poder franquistas y perpetuó un marco de represión.

Euskadi Bajo la Dictadura

Tras la Guerra Civil española (1936-1939), el País Vasco, al igual que otras regiones que se mantuvieron leales a la República, fue sometido a una intensa represión por parte del régimen franquista. Las generaciones de vascos de la posguerra crecieron en un clima de violencia y represión, tanto física como simbólica. Esta represión no fue meramente política, sino que se extendió a todos los ámbitos de la identidad vasca. El régimen franquista implementó un proyecto de homogeneización cultural y lingüística que prohibió el uso público del euskera, disolvió instituciones culturales vascas y persiguió cualquier manifestación de particularismo regional.

La resistencia inicial fue en gran medida pasiva y cultural. Un sector del clero vasco desempeñó un papel fundamental al fomentar la creación de escuelas clandestinas, las ikastolas, donde se enseñaba el euskera y se mantenía viva la cultura vasca. Estas redes de resistencia cultural y social se convirtieron en un elemento clave de oposición al régimen y, con el tiempo, proporcionaron una base de apoyo y legitimidad para formas más activas de confrontación.

El nacimiento de ETA en 1959 no puede entenderse sin su precursor, EKIN, un grupo universitario fundado en 1952. Sus miembros, jóvenes estudiantes de clase trabajadora, consideraban que el histórico Partido Nacionalista Vasco (PNV) se había vuelto excesivamente conservador, pasivo e ineficaz en su oposición a la dictadura. Esta ruptura fue tanto generacional como ideológica. Mientras el PNV apostaba por una estrategia diplomática y esperaba una intervención de las potencias occidentales, la nueva generación de activistas, influenciada por los movimientos de liberación nacional y descolonización que surgían en todo el mundo, abogaba por la acción directa.

Foto de Jordi Vich Navarro en Unsplash

ETA se constituyó formalmente como una escisión de las juventudes del PNV (Euzko Gaztedi Indarra - EGI), marcando una rebelión no solo contra el Estado franquista, sino también contra el liderazgo tradicional del nacionalismo vasco. Esta doble oposición es fundamental para comprender el carácter intransigente que definiría a la organización.

Desde sus inicios, los objetivos prioritarios de ETA fueron claros: la independencia de un Euskal Herria unificado (que incluiría las provincias vascas españolas, Navarra y tres territorios en el sur de Francia) y la recuperación de la cultura y la lengua vascas. Estos objetivos se enmarcaron en un discurso de liberación nacional contra lo que consideraban una potencia ocupante.

El marco ideológico de la organización sostenía que el conflicto no era una simple reacción al franquismo, sino la continuación de una lucha histórica. En documentos fundacionales como el Libro Blanco de 1960, la organización construyó una narrativa que la autoproclamaba heredera de los gudaris (soldados vascos) que lucharon contra Franco en la Guerra Civil y, retrocediendo aún más, de los combatientes de las Guerras Carlistas del siglo XIX.

Según esta interpretación, la historia vasca había sido una sucesión de "derrotas militares" (1839, 1876, 1937) a manos de un "invasor extranjero", lo que en su visión creó una "deuda" que la nueva generación de activistas se sentía obligada saldar. La dictadura franquista no era, en esta visión, la causa del conflicto, sino simplemente su manifestación más reciente y brutal. Esta narrativa fue la viga maestra de su cultura política.

En este punto es relevante desmontar ciertas narrativas reduccionistas que se popularizaron para describir a la organización. En primer lugar, la tesis de que ETA era simplemente una "banda criminal" o de "incontrolados", carente de un proyecto político. Como se ha visto, la organización se constituyó con una densa carga ideológica (una amalgama de nacionalismo radical y, más tarde, marxismo-leninismo) y un objetivo estratégico claro: la independencia de Euskal Herria. En segundo lugar, la idea de que era un grupo minoritario y aislado, desconectado de la sociedad vasca. Si bien sus acciones armadas generaron un amplio rechazo, la existencia de una extensa red de apoyo social y político (el Movimiento de Liberación Nacional Vasco o MLNV), que le proporcionaba infraestructura, financiación y una base de militancia, desmiente la visión de un grupo operando en el vacío.

La Lucha Armada Contra el Franquismo

En sus primeros años, la actividad de ETA se centró en la propaganda y la acción simbólica: pintadas con el lema "Gora Euskadi" (Viva el País Vasco), la colocación de la ikurriña (la bandera vasca, prohibida por el régimen) y la distribución de panfletos. Sin embargo, la organización evolucionó rápidamente hacia la confrontación directa. El 18 de julio de 1961, ETA llevó a cabo su primer atentado al intentar hacer descarrilar un tren que transportaba a veteranos franquistas a San Sebastián para celebrar el 25º aniversario del golpe de estado. Aunque la acción fracasó, marcó un punto de inflexión.

El salto cualitativo hacia la violencia mortal se produjo el 7 de junio de 1968, cuando el miembro de ETA Txabi Etxebarrieta asesinó al guardia civil José Antonio Pardines en un control de carretera. Este acto es considerado el primer asesinato de la organización y el inicio de su lucha armada. La fuerte represión que siguió a este y otros actos consolidó en el seno de ETA la tesis de que la vía violenta era la única posible.

En diciembre de 1970, el régimen franquista organizó un consejo de guerra sumarísimo en Burgos contra 16 miembros de ETA, acusados de varios asesinatos. El juicio, conocido como el "Proceso de Burgos", se convirtió en un punto de inflexión mediático y político. Los acusados, enfrentándose a peticiones de pena de muerte, utilizaron el tribunal como una plataforma para denunciar la dictadura y defender la causa vasca. La enorme presión internacional, con peticiones de clemencia de figuras como el Papa Pablo VI y una amplia movilización social en el País Vasco, obligó a Franco a conmutar las nueve penas de muerte dictadas.

El Proceso de Burgos fue interpretado por la organización y sus simpatizantes como una derrota para el régimen y una victoria para ETA. La organización, hasta entonces un grupo clandestino relativamente desconocido, pasó a ser percibida en ciertos círculos internacionales como un símbolo de la resistencia antifranquista, ganando una legitimidad y un apoyo social significativos.

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La acción más audaz y estratégicamente significativa de ETA durante la dictadura fue el asesinato del Almirante Luis Carrero Blanco, Presidente del Gobierno y sucesor designado por Franco, el 20 de diciembre de 1973 en Madrid. La "Operación Ogro" consistió en la detonación de una carga explosiva bajo la calle por la que pasaba su vehículo oficial, lanzándolo por encima de un edificio de cinco pisos.

Carrero Blanco era la piedra angular del plan de continuidad del régimen, un "franquismo sin Franco". Su eliminación física interrumpió la estrategia de continuidad gubernamental, creando un vacío de poder y desestabilizando los cimientos de la dictadura en un momento crítico. Aunque es imposible determinar con certeza el curso que habría seguido la historia, es evidente que el atentado aceleró el desmoronamiento del régimen tras la muerte de Franco dos años después y alteró las condiciones de la transición hacia la "democracia".

Para una organización clandestina, este magnicidio reforzó su convencimiento de que la violencia armada no solo era un instrumento de resistencia, sino el agente más eficaz para producir cambios políticos a gran escala. Este análisis se incrustó en el núcleo ideológico de ETA, donde la violencia se convertiría en un eje central de su estrategia.

Una Democracia Incompleta

Desde la perspectiva de ETA y la izquierda abertzale, la muerte de Francisco Franco en noviembre de 1975 y el inicio de la transición no supusieron una ruptura real con el régimen anterior, sino una reforma controlada que garantizó la supervivencia de sus estructuras de poder, es decir, un cambio de fachada que mantenía intacto el aparato represivo, judicial y político de la dictadura. Los mismos funcionarios que habían servido al franquismo continuaron en sus puestos, y la cultura de la impunidad persistió.

En este contexto, la lógica de la organización la llevó a rechazar la deposición de las armas. Su argumento se basaba en que la lucha no era contra Franco como individuo, sino contra un "sistema de opresión" que, según ellos, seguía vigente. El Estado español, ya fuera una dictadura formal o una monarquía parlamentaria, seguía siendo definido como una "potencia ocupante". La violencia, por tanto, se justificaba internamente como una herramienta necesaria ante lo que consideraban una falta de libertades y un nivel represivo que persistía. La escalada de la violencia durante los "años de plomo" (1978-1980) fue explicada por la organización como una respuesta directa a la frustración de un proceso de cambio que no ofrecía una solución real al "conflicto vasco".

Desde esta perspectiva, el rechazo a la Constitución de 1978 y al Estatuto de Autonomía de Gernika de 1979 fue una postura coherente. Ambos textos eran considerados una imposición que negaba el derecho fundamental a la autodeterminación y que no reconocía la territorialidad de Euskal Herria (incluyendo Navarra). Aceptar ese marco legal habría significado legitimar un sistema heredero del franquismo y renunciar al objetivo irrenunciable de la soberanía.

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La denominada "socialización del sufrimiento" fue una táctica de confrontación directa contra un Estado que, según ETA, se negaba a reconocer la existencia de un conflicto político. Al atacar a políticos, jueces, periodistas y empresarios, la organización buscaba, según sus propios comunicados, golpear los pilares que sostenían ese Estado post-franquista.

Estas acciones, que provocaron un inmenso dolor y un creciente rechazo social en la mayoría de la sociedad vasca y española, fueron descritas por sus protagonistas como la "socialización del sufrimiento vivido. No del ajeno". Era presentada como una respuesta simétrica a la violencia que, según ellos, el Estado infligía de manera sistemática sobre el pueblo vasco. Aunque trágica y dolorosa, esta escalada era vista desde dentro de la organización como la única vía para forzar al Estado a una negociación real, demostrando que la lucha armada era un instrumento factible. Sin embargo, con el tiempo, estas acciones generaron un creciente desapego social.

La Guerra Sucia

La denuncia de la persistencia de la tortura como práctica sistemática contra los detenidos vascos fue un elemento central del discurso de la izquierda abertzale. Organizaciones como Amnistía Internacional y el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas documentaron durante décadas denuncias frecuentes y graves de tortura y malos tratos. Métodos como "la bolsa" (asfixia), "la bañera" (ahogamientos simulados), electrodos, abusos sexuales y amenazas eran habituales en las comisarías.

Esta práctica no era una anomalía, sino que fue denunciada como la expresión más natural y genuina de un aparato policial que nunca fue purgado. El régimen legal de detención en régimen de incomunicación, que permitía aislar a un detenido hasta 13 días sin contacto con el exterior ni con un abogado de confianza, fue la herramienta que dio amparo legal a estos abusos. La ONU instó repetidamente a España a abolir este régimen, considerándolo una forma de trato cruel e inhumano. Para la izquierda abertzale, la tortura no era un exceso, sino una política de Estado.

El terrorismo de Estado alcanzó su máxima expresión con los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), activos entre 1983 y 1987. Este grupo parapolicial, financiado con fondos reservados del Ministerio del Interior del gobierno de Felipe González, cometió 27 asesinatos, secuestros y torturas. Su objetivo era eliminar a militantes de ETA, pero su brutalidad fue indiscriminada, asesinando a ciudadanos sin ninguna relación con la organización.

El escándalo de los GAL, que culminó con la condena de altos cargos del gobierno como el ministro José Barrionuevo, demostró que el Estado "democrático" no dudaba en emplear los mismos métodos terroristas que decía combatir. Para ETA y su entorno, los GAL fueron la confirmación de sus tesis fundamentales.

Foto de Jordi Vich Navarro en Unsplash

La violencia del Estado, lejos de debilitar a ETA, fue utilizada por la organización como argumento para fortalecerse y legitimarse. Cada denuncia de tortura, cada asesinato de los GAL, era esgrimida como la prueba irrefutable de que la democracia española era una "farsa" y se usaba para enmarcar la lucha armada como una forma de "legítima defensa". La guerra sucia alimentó el victimismo, la radicalización y la capacidad de reclutamiento de ETA, creando un ciclo en el que la represión estatal servía para justificar la violencia de la organización, y viceversa. En palabras de un exdirigente del PSOE, las acciones de los GAL no solo no acabaron con ETA, sino que esta "fue a más gracias al penoso espectáculo que había dado la incipiente democracia española". El Estado, con sus propias manos, proporcionó a ETA uno de sus más poderosos argumentos.

Sociedad Polarizada por un Conflicto no Resuelto

La profunda división de la sociedad vasca no fue un producto exclusivo de la violencia de ETA, sino el reflejo de un conflicto político no resuelto que obligaba a un posicionamiento constante. El discurso de la izquierda abertzale sostenía que la narrativa de una espiral de silencio impuesta por el miedo a ETA simplifica una realidad mucho más compleja. El silencio y el miedo eran también una respuesta a la represión estatal, a la guerra sucia y a la estigmatización de todo el nacionalismo vasco. Hablar de política era peligroso no solo por temor a ETA, sino por temor a ser señalado, detenido y torturado por las fuerzas de seguridad del Estado.

La sociedad se polarizó entre quienes aceptaban el marco de la transición y quienes lo consideraban una continuación del franquismo. La lógica de "colonos o traidores" expresaba la visión de una lucha de liberación nacional contra lo que era una ocupación. En este contexto de confrontación, se argumentaba que la neutralidad era imposible.

Los movimientos como Gesto por la Paz, aunque bienintencionados, a menudo fueron percibidos desde sectores de la izquierda abertzale como funcionales a la estrategia del Estado. Al condenar todas las violencias por igual, argumentaban que se equiparaba la violencia de una organización clandestina con la de un Estado con todo su aparato represivo, despolitizando el conflicto y obviando su raíz: la negación del derecho de autodeterminación. El "Espíritu de Ermua", tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, fue sin duda una masiva expresión de repulsa social, pero también fue interpretado por la izquierda abertzale como una instrumentalización política por parte del Estado para presentar el conflicto como un simple problema de terrorismo, negando su dimensión política y aislando a la izquierda abertzale.

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De las Armas a la Política

La disolución de ETA tiene diferentes interpretaciones. Según la izquierda abertzale, no fue una derrota militar, sino el resultado de un profundo y complejo proceso de reflexión estratégica interna. Desde esta perspectiva, la idea de una victoria lograda únicamente por la "eficacia policial" o la "unidad de los demócratas" es una simplificación que ignora la voluntad política del propio movimiento.

Factores como la presión policial franco-española, especialmente tras la caída de la cúpula en Bidart en 1992, y el aislamiento político derivado de la Ley de Partidos, debilitaron a la organización. Sin embargo, esta narrativa sostiene que el factor determinante fue interno. La izquierda abertzale, liderada por figuras como Arnaldo Otegi, impulsó un debate que concluyó que la acumulación de fuerzas por vías pacíficas y democráticas era más eficaz para alcanzar el objetivo de la independencia.

El cambio de paradigma internacional tras los atentados del 11-S en 2001 y, sobre todo, del 11-M en 2004 en Madrid, fue un catalizador. Como reconoció un exmilitante, el 11-M "lo contaminó todo" y supuso un cambio de paradigma global que hacía insostenible cualquier forma de lucha armada. La distinción entre "movimiento de liberación" y "terrorismo" se desvaneció, obligando a un replanteamiento estratégico.

El cese definitivo de la actividad armada en 2011 y la disolución final en 2018 fueron decisiones unilaterales, tomadas sin ninguna contrapartida por parte del Estado español. Quienes defienden esta tesis argumentan que esto desmonta la narrativa de la derrota, ya que una organización derrotada no gestiona su propio final. Fue la izquierda abertzale la que, soberanamente, decidió cerrar un ciclo de 60 años de lucha armada para abrir uno nuevo, exclusivamente político. El Gobierno español se limitó a constatar un hecho consumado, insistiendo en un relato de victoria que difiere de la realidad de un final decidido y protagonizado por la propia organización y su base social.

Legado y Memoria

Desde el marco interpretativo de la izquierda abertzale, la trayectoria de ETA es la de una organización nacida como una respuesta a la opresión de una dictadura fascista. Según esta visión, su lucha se vio forzada a continuar durante la "democracia" porque esta no supuso una ruptura real con el pasado. En esta narrativa, la pervivencia de las estructuras franquistas, la continuación de la tortura y el terrorismo de Estado de los GAL son presentados como pruebas de que, para el pueblo vasco, el conflicto no había terminado.

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En esta lógica, la violencia de ETA, con su trágico coste en vidas, no puede entenderse sin la violencia previa y persistente del Estado. Se enmarca como una respuesta, a menudo brutal y dolorosa, dentro de un conflicto político que el Estado español es acusado de negarse a resolver por vías democráticas. La "socialización del sufrimiento" se describe como una estrategia desesperada para forzar una negociación que lamentablemente nunca llegó. Sin embargo, esta lógica se enfrenta al profundo dolor de las víctimas y al rechazo generado en la mayoría de la sociedad, que nunca aceptó la legitimidad del uso de la violencia ni la equiparación de esta con las acciones del Estado.

Así, el cese de la violencia no se presenta como una derrota, sino como la soberana elección de la izquierda abertzale de continuar sus objetivos de soberanía por vías exclusivamente políticas. El legado del conflicto es, por tanto, complejo y doloroso, y la persistente batalla por la memoria evidencia la naturaleza política de un conflicto político cuya memoria sigue sin resolverse.