El Salvador: Nayib Bukele, una Dictadura al Servicio del Capital
Nayib Bukele ha emergido como una de las figuras más transformadoras y polarizantes de la política salvadoreña y latinoamericana. Su ascenso al poder en 2019 representó una disrupción populista del sistema bipartidista que había dominado El Salvador desde el fin de la guerra civil, compuesto por la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). La legitimidad de estos partidos tradicionales se había visto profundamente erosionada por décadas de escándalos de corrupción y una incapacidad manifiesta para resolver la violencia endémica de las pandillas que aterrorizaba al país.
El aclamado "milagro de seguridad" es en realidad una paradoja cuidadosamente construida. Su modelo se asienta sobre el desmantelamiento sistemático de los contrapesos democráticos y la concentración del poder estatal; sobre un pacto secreto y fraudulento con las mismas organizaciones criminales que públicamente juró destruir; y sobre una crisis de derechos humanos de proporciones históricas, legitimada por una poderosa narrativa populista y una alianza estratégica internacional con figuras de la derecha más reaccionaria y autoritaria como Donald Trump.
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| Foto de Patty Brito en Unsplash |
El Desmantelamiento del Estado Democrático
9 de febrero de 2020, conocido como el "9F". Ese día, Bukele, flanqueado por soldados fuertemente armados del Ejército Nacional, irrumpió en el salón de plenos de la Asamblea Legislativa. Su objetivo era coaccionar a los legisladores, en ese momento dominados por la oposición, para que aprobaran un préstamo internacional de 109 millones de dólares destinado a financiar su plan de seguridad, el Plan Control Territorial. Este acto no fue un arrebato aislado, sino una declaración de intenciones que demostró su disposición a utilizar la fuerza militar para subyugar la independencia del poder legislativo, sentando un precedente de intimidación que definiría su relación con cualquier forma de oposición institucional.
El paso más crítico en su consolidación de poder se dio el 1 de mayo de 2021. En el primer día de la nueva legislatura, la Asamblea Legislativa destituyó de manera inconstitucional a los cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y al Fiscal General de la República, Raúl Melara. Inmediatamente, fueron reemplazados por funcionarios leales al oficialismo. Este movimiento fue denunciado por actores nacionales e internacionales como un "autogolpe" o un golpe técnico, ya que eliminó de un plumazo el único poder independiente capaz de ejercer un control constitucional sobre las acciones del Ejecutivo.
Tras la toma de la Corte Suprema, el nuevo liderazgo judicial, afín a Bukele, profundizó el control sobre el sistema judicial. A finales de agosto de 2021, la Asamblea aprobó un decreto que forzaba el retiro de casi un tercio de los jueces del país: todos aquellos mayores de 60 años o con más de 30 años de servicio. Esta medida permitió al oficialismo nombrar a más de un centenar de nuevos jueces leales y realizar traslados estratégicos de aquellos que manejaban casos sensibles de corrupción o violaciones de derechos humanos de la guerra civil, como el emblemático caso de la masacre de El Mozote, cuyo juez fue destituido, obligando a que el proceso se reiniciara "desde cero". Con esta purga, el gobierno se aseguró de que todo el aparato judicial, desde la base hasta la cúpula, fuera funcional a su agenda política.
El desmantelamiento del poder judicial no fue simplemente una acumulación de poder por sí misma. Fue una maniobra estratégica indispensable. Bukele y su círculo cercano comprendieron que una ofensiva de seguridad masiva y extraconstitucional, como la que planeaban, sería inviable con una Corte Suprema y una Fiscalía independientes que pudieran declararla ilegal o investigar sus inevitables abusos. La toma del poder judicial en 2021 fue, por lo tanto, el cimiento que garantizó la impunidad legal para la crisis de derechos humanos que se desataría un año después.
Paralelamente a la toma institucional, Bukele ha perfeccionado el uso de X (Twitter), como su principal herramienta de gobierno y propaganda. Su estilo de comunicación emula directamente el manual populista de figuras como Donald Trump: mensajes directos, polarizantes y a menudo engañosos para emitir órdenes, atacar a críticos, desinformar y eludir a los medios de comunicación tradicionales. A través de su cuenta, que ha visto un crecimiento de seguidores de más del 900% desde que asumió el cargo, ha ordenado despidos de funcionarios públicos, ha definido a periodistas y organizaciones de la sociedad civil como enemigos del pueblo y ha construido una narrativa de éxito incuestionable. El acoso sistemático y el espionaje contra medios de investigación como El Faro y defensores de derechos humanos se han convertido en una táctica clave para silenciar la disidencia y mantener un control férreo sobre el relato público.
El Pacto con el Diablo: El Acuerdo Secreto del Gobierno con las Maras
Mientras proyectaba públicamente una imagen de "mano dura" implacable contra el crimen, la administración de Bukele mantenía negociaciones secretas con los líderes de la Mara Salvatrucha-13 (MS-13) y las dos facciones del Barrio 18. Esta duplicidad es fundamental para comprender la verdadera naturaleza de su política de seguridad y el posterior estallido de violencia que justificó el estado de excepción.
Las negociaciones con las pandillas no comenzaron con su presidencia. Investigaciones periodísticas han rastreado los orígenes de estos pactos a su período como alcalde de San Salvador (2015-2018). Durante su gestión, su administración entregó dinero y realizó concesiones a las pandillas para permitir la ejecución de proyectos municipales en el centro histórico y para asegurar que no boicotearan su campaña electoral.
La evidencia más contundente de este pacto surgió de una investigación de la Fiscalía General de la República (bajo la administración anterior), bautizada como "Caso Catedral", y expuesta en profundidad por el medio digital El Faro. La investigación, basada en cientos de documentos oficiales, libros de novedades de prisiones, fotografías, audios de intervenciones telefónicas y testimonios, documentó reuniones secretas entre altos funcionarios del gobierno y líderes de las tres principales pandillas dentro de cárceles de máxima seguridad. Las fotografías mostraban al Director de Centros Penales, Osiris Luna, y al jefe de la Unidad de Reconstrucción del Tejido Social, Carlos Marroquín, ingresando a las prisiones con individuos encapuchados para reunirse con los líderes pandilleros.
Los términos del acuerdo eran claros. Las pandillas se comprometían a reducir drásticamente la tasa nacional de homicidios, el principal indicador de éxito político de Bukele, y a proporcionar apoyo electoral al partido Nuevas Ideas en las elecciones legislativas de 2021. A cambio, el gobierno ofrecía un amplio abanico de beneficios a los líderes pandilleros encarcelados: incentivos económicos, mejores condiciones carcelarias que incluían el acceso a teléfonos móviles y prostitutas, y la promesa crucial de no extraditar a 15 de sus líderes más importantes a Estados Unidos, donde enfrentaban cargos por terrorismo.
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| Foto de Jennie Clavel en Unsplash |
Las investigaciones periodísticas recibieron una validación crucial en diciembre de 2021, cuando el Departamento del Tesoro de Estados Unidos impuso sanciones bajo la Ley Global Magnitsky a Osiris Luna y Carlos Marroquín. La designación oficial del gobierno estadounidense acusaba a ambos funcionarios de negociar secretamente una tregua con la MS-13 y el Barrio 18 a cambio de beneficios carcelarios y apoyo político. Esta acción representó una confirmación independiente por parte de una potencia extranjera, basada en su propia inteligencia, de que el pacto secreto era real.
El Coste Humano
Decretado el 27 de marzo de 2022 como respuesta a la masacre, el régimen de excepción ha sido prorrogado continuamente por la Asamblea Legislativa, transformándose de una medida de emergencia temporal en un sistema de gobierno permanente. Esta política ha desatado una crisis de derechos humanos sistemática y de una escala sin precedentes. Bajo el régimen, las fuerzas de seguridad han llevado a cabo una campaña de detenciones masivas. Testimonios de agentes policiales obtenidos por Human Rights Watch revelan que los superiores imponían cuotas de arrestos diarios, amenazando con sanciones a quienes no las cumplieran. Esta práctica condujo a la detención de miles de personas inocentes, a menudo basadas en denuncias anónimas, apariencia física (como tener tatuajes), o simplemente por vivir en comunidades pobres estigmatizadas por la presencia de pandillas. La política ha afectado de manera desproporcionada a hombres jóvenes de entornos empobrecidos, criminalizando la pobreza misma.
El marco legal del régimen de excepción suspende garantías constitucionales fundamentales. Entre ellas se encuentran el derecho a ser informado de los motivos de la detención, el derecho a la asistencia de un abogado y el plazo de 72 horas para ser presentado ante un juez, que fue ampliado a 15 días. En la práctica, esto ha creado un sistema de justicia paralelo. Se han documentado audiencias judiciales masivas y virtuales en las que los jueces procesan a cientos de acusados simultáneamente, sin pruebas individualizadas y con una defensa prácticamente inexistente, lo que resulta en la imposición casi automática de la detención preventiva por períodos indefinidos. Este sistema no busca adjudicar la culpabilidad, sino incapacitar masivamente a segmentos de la población, invirtiendo la presunción de inocencia por una presunción de culpabilidad, especialmente para los pobres.
Con las detenciones masivas, la población carcelaria de El Salvador se ha triplicado, convirtiéndose en el país con la tasa de encarcelamiento más alta del mundo. Informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Amnistía Internacional y la organización Cristosal documentan condiciones de reclusión inhumanas. Los testimonios describen un hacinamiento extremo, con hasta 100 personas en una misma celda; tortura sistemática y palizas; negación de atención médica, incluso para enfermedades crónicas; y una grave escasez de alimentos y agua, a menudo racionada a un vaso por día.
El resultado ha sido un número alarmante de muertes bajo custodia estatal, que oscila entre 200 y más de 400 según diversas fuentes. Ninguna de estas personas había sido condenada por un delito al momento de su muerte. Los cuerpos entregados a las familias a menudo presentan signos evidentes de violencia, como fracturas y hematomas, aunque los informes oficiales suelen citar causas como "edema pulmonar". El Estado no ha investigado estas muertes, negando el acceso a la información y consolidando un patrón de impunidad.
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| Foto de Max Panamá en Unsplash |
El Eje Trump-Bukele
Bukele ha puesto a disposición de Estados Unidos su megaprisión, el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), para albergar a personas no salvadoreñas deportadas, incluidos venezolanos acusados de crímenes. Este acuerdo es simbiótico: Trump obtiene una herramienta práctica y simbólica para su agenda migratoria de mano dura, externalizando la detención a un socio dispuesto a ignorar las críticas sobre derechos humanos. A cambio, Bukele recibe millones de dólares y, lo que es más importante, una poderosa validación política de un presidente estadounidense, que utiliza para desviar las críticas de organizaciones de derechos humanos y de la administración Biden. Trump ha elogiado públicamente a Bukele, afirmando que está haciendo un "trabajo increíble" y que El Salvador sirve como "modelo exitoso para el mundo".
Esta alianza Trump-Bukele representa una forma de "globalización del autoritarismo", un ecosistema en el que líderes populistas se refuerzan mutuamente. El respaldo de Trump proporciona a Bukele un escudo de legitimidad internacional frente a sus críticos, mientras que el aparente "éxito" de Bukele en seguridad le proporciona a Trump una supuesta prueba de concepto para sus propias políticas de estilo autoritario sobre crimen e inmigración. Esto crea un peligroso ciclo de retroalimentación que normaliza y exporta prácticas antidemocráticas, dificultando que las instituciones democráticas, ya sean nacionales o internacionales, puedan exigir responsabilidades a cualquiera de los dos líderes.
El Modelo Bukele
Bukele no es simplemente un representante de la burguesía tradicional salvadoreña, a la cual también atacó para posicionarse, sino una figura que se eleva por encima de las clases sociales. Utiliza el aparato represivo del Estado (ejército, policía y ahora un sistema judicial cooptado) no para mediar en el conflicto de clases, sino para aplastarlo y suspenderlo temporalmente, creando una apariencia de orden y estabilidad. La popularidad masiva del presidente sería un caso de falsa conciencia: la población, desesperada por la seguridad material inmediata, apoya voluntariamente un régimen que elimina sus libertades a largo plazo y refuerza una estructura de poder opresiva. Este nuevo poder, concentrado en una élite política y económica leal al líder, no resuelve las contradicciones fundamentales de la sociedad (la pobreza y la desigualdad que dieron origen a las pandillas), simplemente las reprime con una fuerza brutal.
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| Foto de E en Unsplash |
En El Salvador, la tragedia de décadas de violencia ha dado paso a la farsa de una solución dictatorial que aplaude el mundo, sin ver que bajo el barniz de la seguridad yace un Estado que ha devorado los derechos de su propia gente.
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